miércoles, 9 de marzo de 2011


-¿Una panga?... ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así?

-No lo sé, ojalá supiera.

-Ay no quiero saber.

-Lo sé.

-¿Entonces, una panga?

-Claro

-¿Pero estás triste?

-Sí, estoy como triste.

-Ah bueno. Espero que todo se mejore.

-Gracias.

Entonces, se viene una sonrisa. No son tan comunes en nuestras conversaciones, no esta forma de sonreír. Incolora, insípida, sin fragancia.

A ti te gusta más cuando sabe a cigarrillo, cuando suena a lata de oso polar. Y está bien, te mereces tus descansos. No tienes porqué oír las historias tristes, pero te pesa no saber cómo cambiarle la cara a la gente con pesadillas.

Por qué tú tienes las tuyas. No son historias tristes, no tan vagas y banales, no tan superfluas y enamoradas.

Las tuyas se pueden escuchar e incluso llevarlas al cine. Pero, ¿qué serías sin el cine? Es evidente que sea natural que tus zapatos de viejo sean risibles y que ese tipo de cosas se conviertan en experiencia fílmica.

¿No te parece que todo es cine? Que no sea buen cine, eso es otra tus pesadillas.

Las pangas mañaneras son siempre un alivio. A veces son incómodas, porque hay pensamientos que nos da pena decir. Cosa simples de la vida diaria que no queremos compartir. Y eso está bien, te mereces tus descansos. No tienes porqué contar las historias tristes.

Hace un tiempo que te veía escuchando chacales y notas rococonianas, pero no imaginé que estabas tan perdido. Y felizmente perdido, porque así te alejas de las multitudes, del ruido, del desgaste, de la fatiga.

Te pones tu música portátil, te llevas el recuerdo de una buena película por estrenar, te quejas del calor y nos pintas una paloma… suena el motor del aire de congelador. Ni siquiera se debería llamar aire, es un nombre muy elegante para un monstruo tan frío.

Pero a ti te gustan los monstruos. Y eso está bien, te mereces tus descansos. No tienes porque evitar las historias tristes.

Hablando de monstruos, hace poco tuve un sueño desagradable. No te lo voy a contar, ni por mil pangas que vengan después de esto.

Pero los sueños no son relevantes. A veces se nos olvidan y se nos convierten en memoria perdida. Total, nunca fueron recuerdo, sólo psiquis a mitad de la madrugada.

Una panga, dices. Una panga, preguntas. Pero primero, te posicionas a 180° de mi puesto, miras a la izquierda, luego a la derecha. A veces te distraes con alguna cosa, pero regresas. Es divertido que las pangas sean un encuentro premeditado, casi puntual, para saludarnos como se debe y charlar.

A veces el frío de la mañana me desconcentra, y sé que me hablas de Bolaños y de Prozac y yo pienso “está tan cuerdo que no se da cuenta”.

Cómo te gustan las mujeres. Ya sabes, las mujeres. Los ojos, las curvas, las melenas. Una que otra te dejó pensando, y esas son las peores. Pero te gustan tanto que hasta te gusta pensarlas. Eso es risible pero yo no sé si a veces puedo tomarme el permiso de soltar una carcajada pequeña mientras conversamos de mujeres.

La birra es para tres, por eso no puedo hablar de la birra. Pero no te sientas confundido, no es reclamo celoso. Es que la birra es de tres. Y las reglas para manejar con una Pilsen en mano sugieren que haya tres personas en el auto. Y tal vez unos cuantos gatos, pero eso es un adicional de este año. Como una promoción para carnaval.

Guionista documentalista, con aspiraciones de cineasta, que comienza a pulir la panza y a buscarse la mujer perfecta para llegar al ideal máximo de genialidad cinéfila. A veces te veo así, a veces no te veo. Casi siempre eres chistosamente irónico. Y siempre eres música y desencanto. Vamos, no es un elogio. Es la panga que me hace pensar.

Bueno, ya te fumaste el cigarro. Lo aplastas contra el piso, pero ni siquiera te das tiempo para eso. Tienes esa posición como de arranque automático. Te abres paso y te vas, no sabes si yo te sigo o no. De todas formas no importa mucho, porque cuando la panga acaba hay que ir a trabajar y separarse de nuevo. A veces me invitas a moverme, “vamos”, dices. Y yo camino con flojera. Que flojera me da cuando el cigarrillo ya no quiere estar más encendido.

Y luego se hace la hora, cuentas los minutos, los segundos, dices 1-2-3 y haces magia. Ya no te veo. No hay vestigio de nada. Nadie supo, nadie vio. Entonces suponemos que ya te has ido y que te seguiremos viendo como de costumbre. Y eso no tiene nada de malo, te mereces tus descansos.

Terminar para nunca

El ruido del tráfico no nos dejaba escuchar. Era un sábado bullicioso y se hacía notar en las aceras, en los balcones de viejecitas mozas de El Silencio, en los estantes de las librerías, casi siempre vacías; en los hombres conversando en las afueras de las panaderías, en los insultos clásicos en la hora del tráfico, en las paredes ralladas; llenas de cosas que deben decirse.

Nos ocultamos en el lugar más inusual de la ciudad, donde los árboles aún tenían un puñado de sueños por delante garantizados. Pedimos permiso al árbol detrás de los bebederos y nos recostamos en sus raíces sobresalientes. Bueno, yo apoyaba mi espalda semidesnuda en el tronco áspero y viejo y tú te acomodabas entre los senos plácidos y calientes por el calor del sol.

La tarde caía presurosa, últimamente el tiempo no tiene noción de sí mismo y parece correr. Parece que busca su muerte, parece que quiere un final pero no lo encuentra. Corre y corre, y nos hace correr.

La brisaba pegaba fría y deliciosa sobre las hojas y éstas se dejaban caer. Caían con un baile sabrosón, con un tumbao suave. Hacían curvas en el aire y llegan a la tierra sin hacer el menor ruido, sin provocar la menor perturbación.

Mecidos por el aire también mis rizos. Se levantaban bruscamente con cada bocanada de brisa que salía de la nada fría y se elevaban contra mi rostro humedecido. Lloraba al verte tan tierno entre mis senos. No creía que podías irte y desaparecer. No me lo creía. No podía pensar que entre mi regazo podría no haber nada. No lo pensaba y si lo pensaba no lo creía, y como no lo creía no lo quería pensar.

Estabas complacido, acurrucado entre cuerpo y libro, entre grama verde y sol de negro. Estabas pensativo. Ay, te conozco tanto que sé que entre los ojos muy cerrados y la sonrisa de niño sólo puede haber un pensamiento. Pero no uno cualquiera. Es casi imperceptible, no puedo penetrar en él. Te tiene de cabeza, pero sólo muy adentro.

Lloraba al verte tan mío. Lloraba despacito, no se notaba. No quería que se notase, y me satisfizo tanto que no te dieras cuenta. Era necesario llorar contigo pero sin ti. Era verte, era creerte y volverte a ver. Era simplemente un placer loco de llorarte, como si de un muerto se tratase. Porque eras tan mío… que no podía creer que te pudieras ir.

Alzaste por fin la mirada, y alcanzaste a ver mi rubor triste. Me llamaste suavemente por mi nombre. Y allí comenzamos a hablar. Cuántas formas de contradecirse, cuántas ganas de seguir queriendo, cuánta locura, cuánta locura.

Nos quemábamos sentados en el árbol, la sombra no era suficientemente amable como para cubrir nuestros pies. Ardía entre las medias, ardía entre el aliento, ardía entre las faldas. Finalmente, cuando ya no resistimos las quemantes horas, nos percatamos de que todo era un plan macabro para sacarnos del lugar. Ya no nos quería ahí, nos estaba echando con cada arcada de fuego lento que se metía entre la dermis con los rayos ultravioleta.

Nos echaban de allí, no sé si el árbol, o el parque, o el suelo, o el sol; pero allí no nos querían. Tal vez la naturaleza advirtió, mucho antes que nosotros, que yo comenzaría a fastidiarte, que me pondría a llorar y que me molestaría de nuevo por cualquier cosa. Ella, tan sabia y tan muda, nos decía que nos fuéramos, que regresáramos a nuestra locura de ciudad, que ella no protegía locos indecisos.

Parecíamos un amor platónico consumado, una mezcla de humo y llamas azules, una forma rara y convexa. Es más, no parecíamos nada. Ojalá tuviera algo con qué comparar ese momento, una referencia. Pero ni eso.

Nos levantamos en seguida del suelo y caminamos hacia la salida. Aún sin saber qué hacer.

Había mucho de silencio desmedido, de distancia semi-acordada durante esos tiempos indeseables. Me siento tan débil, me haces falta. Estás ahí y me haces falta. Te veo y me haces falta. Te veo y me pongo a llorar.

Los brazos cruzados, los ojos perdidos, el caminar turbado, el olor a humedad, la boca torcida, la efervescencia de tu mirada pegada al suelo. Hay un vacío extraño que nos impide ser como éramos y nos obliga a detestar el ser como somos.

A veces me imagino en un ventanal colonial, sentada en el muro que sobresale de la pared blanca. Imagino que te espero, imagino que te encuentro. Y que nos maravillamos con nuestra furtiva presencia y nos alegramos en la clandestina sonrisa. A veces, me veo extrañándote mirando las caravanas de gente que pasan frente al ventanal. Y me da una sensación de hermosura, de felicidad. Me dan ganas de escribirte una carta y decirte cosas, mil cosas.

Esta imaginación mía, bien barroca, bien romántica. Con capiteles, ornamentos y demás. Con ventanales coloniales y calles de piedra. Como me asusto, es melosa y es dulce, tan dulce que me dan ganas de vomitar a veces.

Y seguimos caminando. Yo retorno de mi ventanal y me pongo en marcha de nuevo. Salimos del parque y el semáforo en verde hacía caminar pesadamente a la ciudad. Una corneta me ensordeció de pronto y parecía que a ti también te hizo enfadar. Nos sonreímos juntos. Y ya después no reímos más, no de verdad.

La salida se extiende cosmopolita, calles y calles para correr lejos de ti. Para dejarte muy atrás y no quererte ver más. De nuevo una dulce imaginación me tiende una trampa. ¿Quién me he creído para competir contra la fuerza bruta de lo que siento?

Ese día culminó muy rápido. Nos seguíamos queriendo y no podíamos dejar de repetirnos palabras mágicas. La calma es tan imprecisa y desconsoladora. Ya no hay garantías para los dos y nos desmoronamos con tonterías. Es como vivir con un síndrome de masoquismo pegado al estómago.

A veces imagino que estoy parada en la calle y que te veo pasar. Y que te abrazo tan fuerte que te hago olvidar. Todo volvería a ser como antes, y como antes, volveríamos a ser como éramos.

Abrazarte fuerte.

Muy fuerte.

Y convertir mis brazos en una máquina del tiempo.

Pero nunca te despiertas


Si los sueños perdidos volvieran convertidos en polvo yo me conformaría. Pero la ciudad se mueve sin devolverte nada. Te roba todo, te saquea los pensamientos, las camisas, los oídos, los agujeros de la nariz. A veces te regala un silencio, pero sigue siendo un silencio fúnebre e indeseable. Sin embargo, creo que ser de esas pocas personas que no han perdido el encanto por su ciudad. Que le guardan una celosa empatía y que anda por las calles con el bolso abierto, como una boca que respira sin miedo.

Tengo la impresión de que la ciudad se está quedando sola. Sola, solita, sola. Y canta con desespero un llamado a sus hijos desgastados. Pero las caminatas paranoicas y el desenfreno agotador nos alejan de su cuna de cemento y de sudor. Ya no es agradable, ni bonito, no se siente bien. Considero que la ciudad se presta a un análisis emocional y psicológico, que debemos entenderla, comunicarnos con ella, escuchar sin atención lo que nos rodea y dejar sin paradojas al mundo exterior.

Faltan raíces que nutrir, en los árboles y en las almas. Faltan bocas que llenar, faltan misterios de los cuales enamorarse, faltan locuras sanas, faltan pecadores con culpa. Debería convertirme en sapo y explorar la ciudad con la mirada de un sapo incrédulo. Tal vez recuperaría una magia de encuentro con lo nuevo que parece encantar a todo espécimen nuevo que revolotea, se arrastra o salta por la ciudad. Desde extranjeros con cara de algún lugar muy pobre y feo, hasta palomas con pies de pato peludos.

Los espacios están convertidos en un santuario a la perdición. Puede llamársele al santo de muchas maneras: bestialidad, ignorancia, irrespeto, malicia, descontrol, indiferencia. Hay un cartel que dice “no botar basura aquí” donde se encuentran los escombros más altos y podridos. A tres pasos de distancia, un hombre se resguarda en un enorme contenedor de basura que parece una casita verde.

Una puta, sucia y andrajosa, se rasca continuamente en su lugar de trabajo, allí abajo donde encuentran placer ciertos hombres desgraciados y malignos. Yo sólo pienso que le debe arder, tanto como su dignidad. Pero tal vez eso ya no le importa, ¿qué más da? ¿Verdad?

El camino se le debe hacer largo, el pensamiento corto, el sentimiento vano. Ya nada es igual es un mundo donde todo está perdido. Donde no se reconoce, donde prefiere perder memoria, donde se ha vuelto loca de tan poco placer que le produce la vida y por la picazón incandescente que le hace caminar con dificultad.

El paseo en autobús es toda una tragedia. Lo pintoresco se vuelve grotesco. Cierras los ojos, no quieres ver. Se te hace pesado el momento en que cruzas la mirada con el que está a tu lado y te dice “que terrible este gobierno”. Y te provoca voltear los ojos, quitarte el estómago, ponerte un chaleco grueso y fino y mirarte en un espejo de un hotel barroco en las afueras de Barcelona.

El descontrol de los autos a las 6 de la mañana te despierta con un temblor entre la piel y la molestia. Te revuelcas en la cama, te sacudes la noche y te levantas con ojos de señor.

Te levantas.

Te levantas.

Y te levantas otra vez.

Pero nunca te despiertas.