sábado, 25 de octubre de 2014

Reiniciarse - aproximación a una hoja de diario

Quedé suspendida por largo rato en la aventura del pasado.

Eran las 10:13 pm. Llegué a casa con una potente sensación de confusión, me quité absolutamente todo y me recosté en la silla de la computadora para evitar a toda costa la cama, o cualquier cosa que simulara una cama o, en su defecto, una almohada (de lo contrario, me rendiría a Morfeo como si careciera de voluntad).

Acomodé un poco el escritorio, y para animarme tomé el Animalario Universal de Revillod (un mágico artículo que permite hacer combinaciones de partes de animales) y me dispuse a revisar cada una de sus 21 láminas de cartulina y sus 16 especímenes ilustrados, que llevan sus respectivas descripciones cortas, limpias y semi-científicas. Es un librito que nos miente, pero así es que se juega.

Así pues, en una especie de trance, en el que el único objetivo era desviarme fuera de los caminos de la realidad, nació el "Tilite": feroz animal de fuerte caparazón de las selvas de la India; y el "Catacanllo": resistente camélido de ágiles movimientos del desierto de Gobi.
Sonreí.
Y me pareció entonces que las cosas fabricadas con imaginación son las que más disfruto.
Anoté eso.

Le recomiendo que si ve por allí este librito de hermosas y delicadas ilustraciones en blanco y negro, de fauna imposible y fabulosa, no dude en adquirirlo.


Decidí entonces regresar a mi alrededor, todavía echada y con una sonrisa. Comencé a creer que ese tipo de días (y de noches), embadurnados de naturaleza muerta, son una bendición. Un punto de equilibrio, un borrón y cuenta semi-nueva. Sentí incluso, ya entrada la noche, ganas de llorar como si se tratara de un proceso orgánico para desechar toxinas espirituales. Un rito, pues.

Ese día además había removido demasiadas "sinrazones". Había pasado por cuestionar mi responsabilidad ante la vida familiar, y luego en la amorosa con un inventario patético (y lamentablemente en público) sobre qué debe hacer el chico de mi vida cuando le doy "las señales" de "lo que quiero hacer"; lo que, por supuesto, fue recibido con una cara de fastidio completamente justa (¿y qué otra iba a poner el pobre con mis cometidos de existencialismo antes de entrar al cine?).

Más tarde, una película ambientada en la Gran Sabana me trasladó a una infancia que, después de 15 años, me parece tan ajena y tan extraña que me hace pensar que la niñez podría ser incluso tiempo perdido (y potencialmente traumático en la vida del hombre). Por último, un desahogo difuso y poco argumentado (por Dios, comía una pasta deliciosa cuando me dio por llorar) sobre mi terrible temor a envejecer tendida cual organismo sin luz completó el día nefasto.


Y así fue que, sin quererlo, terminé por agobiarme un sábado por la noche.

Sentí nuevamente el vacío que me pide plenitud, cual borrachito de plaza que le aulla a la Luna.

Hace un año que vengo arrastrando esa sensación. Un grito a la locura, que espero concluya en buenos términos con mi propio yo.

Descubrí que pensar tanto puede evaporar el rastro más mínimo de razón. Y lo peor que puede suceder es compadecerse de lo no ocurrido.

Comienzo

Solo facilitaría el paso. Dejar la puerta abierta, las ventanas abiertas, y el cielo cerrado a los pies de la última palabra... facilitaría el paso. Dejaría entrar cualquier mala intención, llenaría la habitación de conejos salvajes, de gatos negros, de alces gigantes y cornudos como el miedo, y arrastraría toda pizca de humanidad por el balcón.

Una segunda oportunidad podría, entonces, nacer. Colmarse de lo que queda, para sembrarse en la tierra fértil de la soledad. Con algo de atenciones, en los adentros, en las raíces de su palpitante corazón verde y arenoso, despertarían los pétalos parlanchines, que llaman un nuevo amor con sus voces de coral.