sábado, 6 de septiembre de 2014

Placer para pensar

Está en el tope, en el ángulo invisible.Solo puedo ver la luz blanca que se copia entre las nubes, como una manta transparente que se deja colar por el cielo y reposa sobre nuestras cabezas. Es la luna la que está arriba, justo sobre el edificio en el que vivo, y no puedo alcanzarla. Por más que saco mi cabeza por la ventana, cual suricato en el desierto, no logro ver más que la luz que me dice "aquí está". No logro dar con su forma redonda y "pellizcable" que tanto me gusta observar.

No sé de dónde he sacado esta fijación, pero no es peligrosa ni perjudica a nadie. Así que, supongo, no debo temer. Mi única tarea, para evitar posibles daños colaterales, es no olvidar que parte de mi cuerpo está fuera del apartamento, mirando los techos de algunos edificios y a la calle sin almas (a eso que llamamos vacío, pero que está lleno de trampas). Si mi cuerpo trepa por la ventana más que lo que mi vértigo puede soportar, es probable que se acaben mis visitas a la Luna. 

Es entonces que mi espina dorsal me da la señal de que he cruzado la franja amarilla. Cuidado, es el límite, no sigas. Y dejo de insistir. No podré ver la Luna hoy, está fuera de todo alcance visual. 

Vuelvo la cabeza a su posición original, mirando sin mayor interés lo que sucede justo frente a mis ojos aún perturbados por la falta de Luna. Miles de lucecitas y lucesotas tratan de iniciar una conversación conmigo. Y a falta de satélite natural, conviene una charla apasionada con estas historias que pululan solas de hogar en hogar, ausentes de la presencia de otras a su alrededor. Eso fue lo que pensé: que me convendría.

Cada apartamento iluminado es una cajita repleta de sombras, voces, música, detalles. A oscuras, son parte de la nada gigantesca que se había adueñado de Caracas más temprano, y que todos los días llega más temprano a la que fue una capital activa y congestionada de almas nocturnas (buenas y nocturnas). Pero, las ventanas que emiten luz, cual estrellas azules rebosantes de juventud y lozanía, son un ecosistema de brillantes enlaces. 

Algunas de ellas solo transmiten rutina: un niño mira el televisor, un hombre fuma un cigarrillo, a lo lejos se ve que un grupete bebe algunas cervezas. Otras, solo provocan tormento con la música a todo volumen y las voces rumiando letras de los clásicos de las Chicas del Can. 

Fue entonces cuando perdí interés en visitar estos mundos, y al bajar la mirada te vi. Eras una sombra que se dirigía hacia todas partes. Sin rumbo, sin camino, te paseaste por la calle. En la esquina de los chinos, que ya habían cerrado sus puertas, el farol de luz soplaba vida intermitente. Era como un quejido. Si pudiera hablar seguro estaría pidiendo una muerte más digna, o un poco de paz... tal vez estaba llamando tu atención para que le dieras consuelo. Allí te recostaste un buen rato.

Por un instante creí entonces que tu figura se asemejaba al grano de las fotografías, que te desvanecías como arena, y que te perdía paulatinamente en cada titilar. Vi tus ojos e imaginé que eran azules, aunque no era posible detallar tal cosa a 14 pisos de altura.

La mitad de mi cuerpo sobresalía de la ventana. Me asusté. Comencé a reclamarte que te habías equivocado de víctima, que jamás podrías hacerme quedar como una suicida. Me senté sobre el mueble, encaprichada con la idea de qué era lo que había visto y su increíble magnetismo hipnótico que me casi me arrastra al desastre. Contuve la respiración con los ojos bien abiertos, como si alguien apretara mi garganta. Cuando relajé los músculos, me desplomé sobre la mesita llena de revistas, que cayeron como una cascada de chasquidos ruidosos y confusos contra el suelo.

Recuperé el control de mis nervios, pero no el de mi curiosidad. Volví a la ventana, desesperada por verte de nuevo. Allí estabas, acariciando a un perro mientras metías tu mano izquierda en tu bolsillo. Producías un sonido metálico, agudo. ¿Llaves? Pensé que era lo bastante ingenua por haberte confundido con la muerte, y me eché a reír. Giraste la cabeza. ¿Me viste? Creo que la risa no es de tus placeres favoritos, porque temo que te ahuyenté. Te alejaste un poco, pero todavía quedaba espacio para mirar tu sombra por el rabillo del ojo.

Por alguna razón te imaginé joven, y borracho. Con el cabello largo. La luz lunar se proyectaba con dulzura sobre tus formas, y creo que por eso también te imaginé gentil.

En un instante que cambié de dirección mi mirada, para comprobar que nadie más disfrutaba de la soledad como tú y como yo, te fuiste. O, por lo menos, ya no estabas. Probablemente te metiste en tu caja, en alguno de los edificios viejos de la cuadra en la que te vi por última vez, y ahora me mirabas tú desde la ventana en sombras de tu residencia. 

Jugando a que la gente no es gente, sino escamas de una jornada que llega hasta el final con otra cara y con otro legado, sabemos que somos los únicos en contemplar maravillados lo que para otros no existe. 

Y solo por eso fuiste todo. El espécimen en observación, mi pequeño placer para pensar. 
¿Quién te culparía a ti de estar en plena oscuridad exactamente por lo mismo?
Y, por último, perdona que te señale con tal confianza como si te conociera. Pero, por esos instantes, saber tu nombre y el tono de tu voz, o tu color favorito y lo que harás mañana, no era relevante.