martes, 16 de agosto de 2011

Crisis de mano peluda (o cómo es que uno de vez en vez ya no se cree artista)


¿Por qué la pintura me trata así?, ¿por qué se desvanece de mis manos y se va lejos, en la distancia de lo que no es mío?, ¿por qué no sube por mis dedos y es absorbida por los pulmones en constante aleteo?

¿Por qué la mano, el pincel y el óleo se niegan a ser míos?

¿Por qué dejé de ser arte y hacer balcones con gatos negros?

La prisa de una totalidad de ideas acumuladas no me deja estar frente al lienzo. Estoy encorvada, mirando a una distancia que no conozco, en un vacío lleno de todo. Como si un líquido se esparciera sin razón por debajo de la mesa y de los muebles, comienzo a herir el blanco y apacible lienzo. Siento que le estorbo, siento que no hago nada, siento que le estoy dando una vida no útil y perecedera.

¿Qué demonios está pasando?

¿Qué demonios sucede aquí?

Estoy como abstraída en lo que no encuentro, y entonces lo que busco se me pierde entre las listas de lo que quiero hacer. Quiero hacer esto, pintar aquello, escribir lo otro, pensar en lo que sigue. Y aparece ella, y aparece él, y aparecen todos los que una vez quise ser o intenté superar. Y los dominios se me van hacia las comparaciones irracionales y tímidas, que triunfan ante lo que menos soy y por lo que menos espero.

Menos, menos, siempre es menos.

Menos augurio, menos magia, menos inocencia, menos piedad con mi propia libertad. Estoy encorvada, mirando a una distancia que no conozco, en un vacío lleno de todo. Si le doy profundidad me parece clásico, si le doy trancazos me parece tóxico, si le doy espera me parece aburrido, si le doy impaciencia me parece incompleto. Aún no tiene nombre mi lienzo, ni mi color, ni mi pintura. Aún no soy obra, y aún no he podido parirla con la identidad que alguna vez dije que tendría.

Estoy atada a las supersticiones y a la velocidad del pensamiento. No todo parece indicar que la vitalidad de mi paciencia se ha perdido, sin embargo parece que nunca puedo detenerme a escudriñar el no deber y a sentirme aislada de lo que quiero que otros vean.

Estoy encorvada, mirando a una distancia que no conozco, en un vacío lleno de todo. El olor a trementina me da un alivio parcial, como una droga que me hace alucinar la existencia de una arte que aún no está vivo. Me paralizo ante la incapacidad de una fluidez absoluta, imaginada, ideal, y me reflejo en el vidrio grueso y antiguo de la puerta que está frente a mí. Dejo de mirar la silueta, que me parece hermosa, de una mujer despeinada y encumbrada. Cierro los ojos en ese instante en el que la figura se ha ido, intentando retener los pensamientos, como si se fueran a salir de las cuencas de los ojos o fueran a saltar del iris hacia el piso frío de la sala a media noche.

Me sostengo los lados de la cabeza, como si me hundiera dos clavos de realidad en cada lado, con la intención de perforar los vacíos e instalar los pensamientos en un sitio visible para mi memoria.

Pesa, la cabeza me pesa. Siento que debo respirar, y sacar todo lo que sobra en el aire caliente que suelto a bocanadas suaves. Pero incluso lo que sobra me parece pensable, tiene vida propia, me dice que no lo deje ir.

Estoy encorvada, mirando a una distancia que no conozco, en un vacío lleno de todo. Y allí, donde creo ver un dibujo, una figura, un libro, una letra, un sollozo, una esperanza, un posible, un futuro, un creador, una creación, una mujer despeinada y encumbrada… allí está la tristeza envuelta en la ira de no poder salir jamás como ella quisiera.

La retengo en el paradigma del control. Allí, donde también reposo cuando la necesidad me obliga a ser social más que humano.