lunes, 12 de julio de 2010

CONFESIÓN II / el llamado


Estaba cayendo la tarde, entrando a resguardarse en la sala del apartamento, cuando me asaltó un sentimiento de culpa, de dolor, de tragedia. Una cosa horrenda.
Me senté, en un sitio donde la luz era sólo un espectador más, en un rincón donde la vida se había detenido a pintar la noche y el tiempo pasaba mucho más rápido.
Volaron sobre mi cabeza todos los objetos de la habitación, y los libros, con su peso enorme de amigos fieles, me miraban perplejos.
Hace tiempo que yo no los miro.
Hace tiempo que yo no los mimo.
Hace un tiempo ya que la rapidez de esa oscuridad, poco nítida, poco agraciada, poco solicitada, pero muy necesaria, me había absorbido en un abismo de café, de colores artificiales y de emociones encontradas.
Era tan terrible, tan terrible, tan espantoso.
Mi vida, mi palabra, mi fe, mi confianza. ¿Cómo las había olvidado?
Y... ¿por qué venía yo a recordarlas esa tarde calórica y evaporada?
El polvo de la biblioteca se podía ver tan claramente susurrando al aire mi desconcierto.
La luz, que se proyectaba sobre él, me cegó durante un momento.
¿Dónde está mi lugar oscuro?
Ya no me sirve más, y él sólo ha decidido marcharse.
Ahora, entraré en el trance añorado de quien se pierde en los bosques de pulpa blanca y esencia de sangre negra.
Quien sabe que otros secretos y romances ocultos empezaré a construir, luego de un olvido tan escurridizo.
No vale la pena ya pensar en la falta de tiempo, o en las colas, el tráfico, la diversión, la red, la vagancia, el ocio, la agonía, la clase, la máquina.
Huele a viejo y me gusta. Huele a nuevo y me encanta.
Huele... huele a libro... y vuelve... vuelve el lector.