jueves, 30 de agosto de 2012

Lejanías


No hay un porqué.
No lo sé.
Simplemente no sé porqué, con qué motivo, o razón.
Tampoco sé si es un impulso.
Pero cuando veo la montaña, impoluta, magnánima, me entran unas ganas de viajar. De irme. De soltarme.
Tal vez tras su esencia verde, como el olor a lluvia en las madrugadas, se esconde una invitación latente a dejarse llevar, a ser nuevamente materia en el aire. A convertirse en el soplo de viento que empuja la vida hacia la nada. Ese manifiesto imborrable del código que llevamos dentro, en cada hueso, en cada célula, en cada defecto. Esa necesidad de aventura que nos hace menos perfectos, menos predecibles, menos amables, siempre que menos sea más y la necesidad se vea estrictamente revocada por lo espontáneo.
Tal vez, en su aura impenetrable, la montaña me regala un minuto para soñar que estoy fuera de lo cotidiano, que alguna vez fui hombre desnudo, o animal del monte, o polvo.
Tal vez la montaña es un gigante que me lleva y me trae de la muerte.