lunes, 17 de agosto de 2015

Anticuario (I) Inspiración Doris



Curiosamente, ese día no iba tarde. Miró su reloj: las tres en punto. Esperaba que nada ocurriera hasta que marcara las 3:45 de la tarde. Calculó que a esa hora llegaría él, y así tendría 45 minutos de soledad. Si en efecto nada fuera de lo común ocurría, y el tedio seguía bien plantado como estaba, tendría tiempo para acercarse a las vitrinas al otro lado de la calle, que llamaron su atención desde que bajó del autobús. Podría detenerse allí, mientras se decidía por un libro o un sombrero nuevo, de esos cortos, pequeños y coquetos que le recordaban viejas décadas que no vivió.

Como lo previó, nada sucedía. Todo simulaba estar en comunión y concordia. La nieve dejó de caer durante la madrugada, y la capa fina que dejó tras su paso se desvanecía con soltura y sin prisas, elevando la sensación de calma. Cruzó la calle a las 3:15. Justo cuando se disponía a mirar con detenimiento un sombrero negro con detalles de encaje, que realmente poco tenía de asombroso, un gato se escabulló entre sus piernas solicitando algo de amor, como un hombre perdido. El roce del pelaje húmedo del felino, blanco curtido por la vida callejera, causó un cosquilleo incómodo en el tobillo que se asomaba ligeramente de su pantalón ajustado. Al susto le siguió un brinco, lo suficientemente aparatoso como para elevarse un centímetro del cemento y pisarle la cola al gato. "Pobre animalito", pensó mientras lo miraba huir por la avenida. "No tiene la culpa de nada".

Se inclinó nuevamente, con el objetivo de encontrar algo fabuloso en aquel sombrero negro que le impulsara a comprarlo —aunque no le gustase realmente—, cuando sintió la mano de Federico en su hombro. No pareció contentarle. Miró su reloj. Eran las 3:20.

—Conozco un amigo anticuario que tiene mejores sombreros que ese.
—Siempre conoces a alguien mejor, con mejores cosas que ofrecer.
—¿Es demasiado para ti?
—Es aburrido. Para cualquiera es aburrido saber que siempre hay algo mejor que le persigue, como una sombra. Me gustan las opciones, las opciones varias. Las buenas y las malas. Y en el medio hay sorpresas.
—Peeeero…. Yo te doy la mejor opción.
—Eres necio, Fede. Necio, necio, necio.
—¡Ahg! Nos conocemos desde hace mucho para caer en este juego, Magda.
—Está bien. ¿Cómo se llama?
—¿El anticuario? Neil. Es un señor simpático, educado, ríe mucho, tiene historias que contar... Te encantarán sus sombreros.
—Bien.

***

Antes de pasar por la tienda de antigüedades, Fede invitó a Magda un riquísimo desayuno en un local a unas cuadras de allí. Café Doris, se llamaba. Era un lugar pequeño, pero acogedor. Barato, pero de gusto casero tal como a ella le gustaba. Con un vistazo breve, Magda logró ver a su alrededor hombres y mujeres jóvenes, de estilos confusos pero modernos, con camisas a cuadros, vestidos sencillos y bufandas, rostros desconocidos escondidos entre abundantes barbas, cabelleras largas y gafas de pasta gruesa, rostros que, sin saber por qué, le parecían amigables. La posibilidad de que se parecieran ella le bastaba, así que se sintió cómoda al instante.

Parecía haber cruzado la puerta hacia un lugar sagrado, con toda esa gente homogénea rodeada de paredes sobrecargadas de recuerditos de todas partes del mundo. Imaginó que la tal Doris era una viajera auténtica, de esas que solo pueden vivir de la nada porque el todo y el orden son demasiado grandes para habitarlos o para convertirlos en hogar. "Y aquí hizo su santuario. Seguro ya está muy vieja", se dijo en voz baja, sin que Federico pudiera escucharla.

Le apeteció por un momento ser "una Doris", irse lejos un día, irse lejos al otro, sin direcciones propuestas por un motivo fastidioso. Magda tenía la idea de que poseía un alma que quería liberarse de su cotidianidad, para explorar la intemperie como forma de vida. Pero se consideraba demasiado asustadiza, y a la vez calculadora. No lo soportaría. Apenas tenía un día en aquella ciudad, totalmente nueva para ella, y sudaba cada vez que caía en cuenta que estaba lejos de todo aquello que podía controlar: su casa, sus cosas, su carro, su curso, incluso, sus “culos”.

—¿Qué tal el viaje?
—Pensé que moriría. ¡Qué piloto más idiota!
—Estoy seguro de que no es para tanto.
—A mi lado se sentó un señor de 67 años que viajaba por primera vez en avión. El pobre se hizo la señal de la cruz ocho veces. Las conté. Ocho veces fueron. Creyó que moriría en ese vuelo.
—Seguramente eso te hizo el viaje más placentero.
—¿De verdad piensas tal cosa, Fede?, tú me tomas como un monstruo.

Hubo un silencio. No era un buen día para nada. El aire helado del invierno entró sin compasión a la vez que la puerta del café se abrió. Un hombre muy guapo se plantó frente a la barra, y pidió una limonada caliente, con poco azúcar.

—"Con poco azúcar"... ese es gay.
—¡Pero qué bocota tan barata tienes! ¿Tienes algo contra los homosexuales?
—No, lo digo para que no te le quedes mirando. ¡Te estoy jodiendo Magda!

El joven tenía una pinta estupenda. Magda pudo notar que tenía el cabello largo, recogido dentro de su gorro gris. "¡Qué bello se ve con su gorro gris!", dijo nuevamente en voz baja. Federico pareció notar que algo salió de sus labios, pero no estaba lo suficientemente comprometido en vigilar a su amiga esa tarde. En el fondo le contentaba verla. Ella también quería a Federico, y existía una sustancial probabilidad de que dentro llevara también una alegría contenida, pero el humor lo cargaba ensombrecido.

Pero Magda no se encaprichaba con análisis emocionales. Además, no había otra cosa que atender que no fuera el acontecimiento de la barra: ese hombre. No le dejó un momento paz con el pensamiento. Con la misma visión puntiaguda para examinar sombreros, se le quedó mirando al semental postmodernista. Vio que atendió una llamada a su celular, vio cómo se acomodaba el gorro, vio cómo se fue.


—Vamos Magda, Neil nos espera. Acaba de avisarme que tendrá que cerrar la tienda pronto, porque no se siente muy bien.
—Vamos... con tu anciano chocho vende chatarra.

Federico respiró profundo. Soltó una exhalación larga y sentida, como un pésame. "¡Por Dios! ¿Qué has hecho con la chica que conocí en la universidad?".


***

El letrero colgaba como en los viejos bares del salvaje oeste de Hollywood, al estilo western, a un lado de la puerta y sujetado por una barra metálica oxidada pero negada a doblegarse. El viento lo agitaba hacia atrás y hacia adelante, y por alguna razón a Magda le causaba gracia. "Antigüedades y reliquias Neil Marrash ", se leía.

Entró. Y allí quedó, plantada en la puerta del local. Durante todo el camino, Federico le había hablado de Neil y de sus setenta y tantos años, de sus conocimientos sobre artefactos de la Segunda Guerra Mundial (conocimientos heredados de sus padres), de su ojo azul y de su ojo verde, de sus manos de carnicero que no coincidían con su dulce voz de abuelito desamparado. Pero, en su lugar, encontró detrás del mostrador, entre las lámparas con adornos barrocos y las alfombras turcas gigantes, al hombre que había visto en el Café Doris.

—Buenas tardes. Con Neil, por favor.
—El señor Neil se sentía muy mal esta tarde, y se ha tenido que ir a casa.
—Vaya, un amigo ha venido a verle... es una lástima. ¡No he llegado a tiempo! ¡Gracias!

Recuperada de su impresión inicial, Magda intervino en la chata conversa, temiendo que no fuera ya muy tarde para ello.

—¡Espera! Perdona a mi amigo, es apresurado y torpe. Creo que igual puedes ayudarnos.
—Claro, ¿en qué puedo servirle?
—Este, bueno, pasa que vinimos porque est...
—Verá —,dijo Federico, interrumpiendo deliberadamente con aire de niño malcriado —Mi amiga ama los sombreros. La pillé mirando algunos en una tienda unas cuadras arriba, y le advertí que el señor Neil tenía unos mejores y más curiosos. Claro que me refería a la colección personal de mi amigo el anticuario, no creo que pueda ayudarnos mucho en este caso.

El joven lo miró con calma, de esas calmas que tienen también un poco de prepotencia escondida porque preceden una afirmación letal. Magda lo detallaba sin contemplación aún más, sin importarle si aquel joven podía percibir o no sus grandes ojos negros y pesados repasando cada línea de su rostro. Se concentró en su cabello, ahora al descubierto, y lo imaginó sentado en una playa desierta. Se le cruzó una inquietud que desvió su atención por segundos. "¿Doris habrá conocido a un hombre así en sus viajes?". Su imaginación se puso a flotar dentro de su cabecita perdida y enamoradiza, y los segundos se reunieron como bolitas de tiempo condensado. Para ella no ocurría nada más, excepto la admiración de aquel hombre. Olvidó a Neil, a Fede, a los sombreros, al invierno, al piloto de la muerte.

—No se preocupe. Mi padre me ha confiado su colección personal, para cualquier cliente que pida verla. Sobre todo si dicho cliente se refiere a sí mismo como su "amigo".
—¿Es usted hijo de Neil?
—Dago Marrash‎, para servirle señor...
—Federico, Federico Gutiérrez.

Fede sintió un golpecito en el costado, y cedió espacio.

—Yo soy Magda Riverti

Dago volteó, pero sin severidad. Respondió con sonrisa cómplice, de quien se sabe deseado. Ella quiso reclamarlo como suyo en ese instante con una mirada tremenda, pero le pareció demasiado pronto. Y perdió aquella oportunidad. Salió de la tienda confundida, mirando al suelo, repasando los episodios, y con un sombrero negro de ala corta, con filos de color dorado.

—Te llevaré a tu hotel, no está lejos de aquí.
—Si no está lejos caminaré sola Federico.
—Mmmm... vale. Bueno, hacía mucho que no conversábamos. Mañana te veré en la conferencia, ¿no?
—Claro, para eso he venido.
—¿Ya puedes dejar esa actitud de...
—¡Basta! Ya se me quitara, Fede.
—Claro.
Federico se alejó. Ella apenas se despidió de él y siguió su camino hacia la avenida principal.  Su forma de andar tenía mal aspecto. Carecía de rumbo.