lunes, 24 de junio de 2013

Sin inocencias


Eres un experimento, comida para el alma que no existe, y, para decir algo evidente, carne para la carne.
Estás donde quieres estar, y allí me encuentras. Llegará la tarde en la que fingirás que los silencios son oportunos y las despedidas las palabra más necesarias, pero nada borrará el encuentro que dejaste en las notas memoriales.
Las lúgubres pesadillas en las que pensé que te gustaría mi compañía morirán así: como pesadillas, intentos narcóticos de una adicción que no me pertenece.
El sabor, el color, la textura. Una mujer que lo siente todo inyectada de hierro y vacío… para luego no sentir nada y dejarte ser feliz lejos de la pesada clandestinidad que te pone tan nervioso.
Sin ilusiones, para prever una muerte limpia y sin rastros.
Si no te sigo la corriente, si me dejo llevar por lo que me dijiste la primera vez que te creí, entonces lloraré. Y no será posible volver a quererte.

Sucede

Es natural que a estas horas de la noche no pensara en otra cosa.
Si se le deja sola por unos instantes, entre las cervezas de las 12, entre los amigos que parloteaban sobre accesorios y camuflajes, entre trabajos de horas eternas sin motivación, solo piensa en eso; como si se tratara de una imagen pasajera que decide instalarse algunos segundos, algunas noches, algunas veces.

Pensaba en su cuerpo.
Desfigurado por el descuido y la poca compresión del tiempo, que aún sin añejarse se había descompuesto en siluetas poco apetecibles para la armonía de la carne.

Pensaba en su rostro, que no esperaba que fuera otro al verse todos los días en el espejo y darle, sin vuelta atrás, a la piel, a los fastidios que en ella aparecían y que la mantenían ocupada durante media hora en la mañana.

Tal vez también pensaba en sus piernas. Adornadas con la negligencia medicinal, se había escapado de ellas cualquier dulzura que despertara encantos.

Y, sin notarlo, se le escapaban los suspiros.

Sucede que le incomodan las consecuencias del abandono que le dejan las horas muertas, aunque adora vivir sus hábitos, sus horarios y sus impulsos.
Que le deja sin alivios cuando acaba un día... y cuando comienza otro.
Que le pesa, aunque no quiera, y sin pretender felicidad (porque no está triste) que pareciera retardar su encuentro con la sonrisa simple.

Y entonces, piensa lo peor; la única cosa que le hace sollozar en la filosofía del espejo.
Que nada tiene que ver con lo que ve. Que le pulsa el escozor porque lo siente.

Piensa que se perdió.