miércoles, 9 de marzo de 2011

Pero nunca te despiertas


Si los sueños perdidos volvieran convertidos en polvo yo me conformaría. Pero la ciudad se mueve sin devolverte nada. Te roba todo, te saquea los pensamientos, las camisas, los oídos, los agujeros de la nariz. A veces te regala un silencio, pero sigue siendo un silencio fúnebre e indeseable. Sin embargo, creo que ser de esas pocas personas que no han perdido el encanto por su ciudad. Que le guardan una celosa empatía y que anda por las calles con el bolso abierto, como una boca que respira sin miedo.

Tengo la impresión de que la ciudad se está quedando sola. Sola, solita, sola. Y canta con desespero un llamado a sus hijos desgastados. Pero las caminatas paranoicas y el desenfreno agotador nos alejan de su cuna de cemento y de sudor. Ya no es agradable, ni bonito, no se siente bien. Considero que la ciudad se presta a un análisis emocional y psicológico, que debemos entenderla, comunicarnos con ella, escuchar sin atención lo que nos rodea y dejar sin paradojas al mundo exterior.

Faltan raíces que nutrir, en los árboles y en las almas. Faltan bocas que llenar, faltan misterios de los cuales enamorarse, faltan locuras sanas, faltan pecadores con culpa. Debería convertirme en sapo y explorar la ciudad con la mirada de un sapo incrédulo. Tal vez recuperaría una magia de encuentro con lo nuevo que parece encantar a todo espécimen nuevo que revolotea, se arrastra o salta por la ciudad. Desde extranjeros con cara de algún lugar muy pobre y feo, hasta palomas con pies de pato peludos.

Los espacios están convertidos en un santuario a la perdición. Puede llamársele al santo de muchas maneras: bestialidad, ignorancia, irrespeto, malicia, descontrol, indiferencia. Hay un cartel que dice “no botar basura aquí” donde se encuentran los escombros más altos y podridos. A tres pasos de distancia, un hombre se resguarda en un enorme contenedor de basura que parece una casita verde.

Una puta, sucia y andrajosa, se rasca continuamente en su lugar de trabajo, allí abajo donde encuentran placer ciertos hombres desgraciados y malignos. Yo sólo pienso que le debe arder, tanto como su dignidad. Pero tal vez eso ya no le importa, ¿qué más da? ¿Verdad?

El camino se le debe hacer largo, el pensamiento corto, el sentimiento vano. Ya nada es igual es un mundo donde todo está perdido. Donde no se reconoce, donde prefiere perder memoria, donde se ha vuelto loca de tan poco placer que le produce la vida y por la picazón incandescente que le hace caminar con dificultad.

El paseo en autobús es toda una tragedia. Lo pintoresco se vuelve grotesco. Cierras los ojos, no quieres ver. Se te hace pesado el momento en que cruzas la mirada con el que está a tu lado y te dice “que terrible este gobierno”. Y te provoca voltear los ojos, quitarte el estómago, ponerte un chaleco grueso y fino y mirarte en un espejo de un hotel barroco en las afueras de Barcelona.

El descontrol de los autos a las 6 de la mañana te despierta con un temblor entre la piel y la molestia. Te revuelcas en la cama, te sacudes la noche y te levantas con ojos de señor.

Te levantas.

Te levantas.

Y te levantas otra vez.

Pero nunca te despiertas.

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