miércoles, 9 de marzo de 2011

Terminar para nunca

El ruido del tráfico no nos dejaba escuchar. Era un sábado bullicioso y se hacía notar en las aceras, en los balcones de viejecitas mozas de El Silencio, en los estantes de las librerías, casi siempre vacías; en los hombres conversando en las afueras de las panaderías, en los insultos clásicos en la hora del tráfico, en las paredes ralladas; llenas de cosas que deben decirse.

Nos ocultamos en el lugar más inusual de la ciudad, donde los árboles aún tenían un puñado de sueños por delante garantizados. Pedimos permiso al árbol detrás de los bebederos y nos recostamos en sus raíces sobresalientes. Bueno, yo apoyaba mi espalda semidesnuda en el tronco áspero y viejo y tú te acomodabas entre los senos plácidos y calientes por el calor del sol.

La tarde caía presurosa, últimamente el tiempo no tiene noción de sí mismo y parece correr. Parece que busca su muerte, parece que quiere un final pero no lo encuentra. Corre y corre, y nos hace correr.

La brisaba pegaba fría y deliciosa sobre las hojas y éstas se dejaban caer. Caían con un baile sabrosón, con un tumbao suave. Hacían curvas en el aire y llegan a la tierra sin hacer el menor ruido, sin provocar la menor perturbación.

Mecidos por el aire también mis rizos. Se levantaban bruscamente con cada bocanada de brisa que salía de la nada fría y se elevaban contra mi rostro humedecido. Lloraba al verte tan tierno entre mis senos. No creía que podías irte y desaparecer. No me lo creía. No podía pensar que entre mi regazo podría no haber nada. No lo pensaba y si lo pensaba no lo creía, y como no lo creía no lo quería pensar.

Estabas complacido, acurrucado entre cuerpo y libro, entre grama verde y sol de negro. Estabas pensativo. Ay, te conozco tanto que sé que entre los ojos muy cerrados y la sonrisa de niño sólo puede haber un pensamiento. Pero no uno cualquiera. Es casi imperceptible, no puedo penetrar en él. Te tiene de cabeza, pero sólo muy adentro.

Lloraba al verte tan mío. Lloraba despacito, no se notaba. No quería que se notase, y me satisfizo tanto que no te dieras cuenta. Era necesario llorar contigo pero sin ti. Era verte, era creerte y volverte a ver. Era simplemente un placer loco de llorarte, como si de un muerto se tratase. Porque eras tan mío… que no podía creer que te pudieras ir.

Alzaste por fin la mirada, y alcanzaste a ver mi rubor triste. Me llamaste suavemente por mi nombre. Y allí comenzamos a hablar. Cuántas formas de contradecirse, cuántas ganas de seguir queriendo, cuánta locura, cuánta locura.

Nos quemábamos sentados en el árbol, la sombra no era suficientemente amable como para cubrir nuestros pies. Ardía entre las medias, ardía entre el aliento, ardía entre las faldas. Finalmente, cuando ya no resistimos las quemantes horas, nos percatamos de que todo era un plan macabro para sacarnos del lugar. Ya no nos quería ahí, nos estaba echando con cada arcada de fuego lento que se metía entre la dermis con los rayos ultravioleta.

Nos echaban de allí, no sé si el árbol, o el parque, o el suelo, o el sol; pero allí no nos querían. Tal vez la naturaleza advirtió, mucho antes que nosotros, que yo comenzaría a fastidiarte, que me pondría a llorar y que me molestaría de nuevo por cualquier cosa. Ella, tan sabia y tan muda, nos decía que nos fuéramos, que regresáramos a nuestra locura de ciudad, que ella no protegía locos indecisos.

Parecíamos un amor platónico consumado, una mezcla de humo y llamas azules, una forma rara y convexa. Es más, no parecíamos nada. Ojalá tuviera algo con qué comparar ese momento, una referencia. Pero ni eso.

Nos levantamos en seguida del suelo y caminamos hacia la salida. Aún sin saber qué hacer.

Había mucho de silencio desmedido, de distancia semi-acordada durante esos tiempos indeseables. Me siento tan débil, me haces falta. Estás ahí y me haces falta. Te veo y me haces falta. Te veo y me pongo a llorar.

Los brazos cruzados, los ojos perdidos, el caminar turbado, el olor a humedad, la boca torcida, la efervescencia de tu mirada pegada al suelo. Hay un vacío extraño que nos impide ser como éramos y nos obliga a detestar el ser como somos.

A veces me imagino en un ventanal colonial, sentada en el muro que sobresale de la pared blanca. Imagino que te espero, imagino que te encuentro. Y que nos maravillamos con nuestra furtiva presencia y nos alegramos en la clandestina sonrisa. A veces, me veo extrañándote mirando las caravanas de gente que pasan frente al ventanal. Y me da una sensación de hermosura, de felicidad. Me dan ganas de escribirte una carta y decirte cosas, mil cosas.

Esta imaginación mía, bien barroca, bien romántica. Con capiteles, ornamentos y demás. Con ventanales coloniales y calles de piedra. Como me asusto, es melosa y es dulce, tan dulce que me dan ganas de vomitar a veces.

Y seguimos caminando. Yo retorno de mi ventanal y me pongo en marcha de nuevo. Salimos del parque y el semáforo en verde hacía caminar pesadamente a la ciudad. Una corneta me ensordeció de pronto y parecía que a ti también te hizo enfadar. Nos sonreímos juntos. Y ya después no reímos más, no de verdad.

La salida se extiende cosmopolita, calles y calles para correr lejos de ti. Para dejarte muy atrás y no quererte ver más. De nuevo una dulce imaginación me tiende una trampa. ¿Quién me he creído para competir contra la fuerza bruta de lo que siento?

Ese día culminó muy rápido. Nos seguíamos queriendo y no podíamos dejar de repetirnos palabras mágicas. La calma es tan imprecisa y desconsoladora. Ya no hay garantías para los dos y nos desmoronamos con tonterías. Es como vivir con un síndrome de masoquismo pegado al estómago.

A veces imagino que estoy parada en la calle y que te veo pasar. Y que te abrazo tan fuerte que te hago olvidar. Todo volvería a ser como antes, y como antes, volveríamos a ser como éramos.

Abrazarte fuerte.

Muy fuerte.

Y convertir mis brazos en una máquina del tiempo.

No hay comentarios: