jueves, 14 de julio de 2011

¡Confiesa! ¿Nos quieres matar?


Titila y late con parsimonia, aunque pasa entre un segundo y otro no más que un segundo, se distingue la pausa sin demora. Un gato se arrulla en la ventana, oyendo los pies del tiempo pisar el suelo gris del reloj, y pasar por las agujas negras y ligeras. Camina en círculos, sin envejecer y sin partir. No conoce la muerte, aunque sabe que su ciclo tiene un ligero fallecer y renacer. En cada instante muerto, yace uno vivo. Paralelo, sin esperar el luto, se yergue un nuevo segundo, olvidando que su antecesor tuvo una vida corta y menospreciada, triste y pasajera. Menuda, insignificante. No conoce su suerte, su tonta e insufrible suerte.
Aún así, siempre allí, está el tiempo. Tan grande y majestuoso que nadie puede verlo. Se le oye, se le siente, se le nombra. Nos castiga y nos apremia, nos ahorca y nos lleva. Viene, va, se contradice. No tiene custodio, ni libertad.
La condena del tiempo es ser tiempo, y estar eternamente allí sin que nadie apele por su triste condena a ser todo y nada. Las manecillas rechinan sus dientes de frío, y se congelan en el oscuro pasar de una sombra sin retorno. Diseñadas para marearse el resto de sus días, hechas para andar en una sola dirección, construidas para no morir nunca, fabricadas para retorcerse hasta que su andar se quede atrás... las agujas oscuras se tambalean con frustración sobre su eje.
Víctimas de la utilidad y desprovistas de arte, se miran a sí mismas para odiar su fealdad. Plástico, negrura, existencia instrumental, punta aguda sin autorización de matar, caminar circular sin posibilidad de plegarias. Pura cosa, pura nada. No son nada.
El reloj se para y el tiempo sigue. Ellas mueren y el tiempo sigue. Ellas se van y el tiempo sigue.
No son nada.
De vez en vez se jactan de ser malvadas herramientas de la impaciencia. Se mueven con seducción ante la mirada quejumbrosa del alma humana que se impresiona con la velocidad de su andar. Se visten de angustia y se ríen en nuestras caras de la impuntualidad, mientras, el hombre camina cada vez más rápido, le suda la muñeca, al cuero que sujeta el cristal hermoso y dorado de un reloj barato le caminan estrías, le nacen en seco con el salitre húmedo de la epidermis en apuros. Los pies se agitan, la nuca huele a sal y colonia, la corbata se mueve e interrumpe su patético y formal estado estático. Los hombros bailan a correr y corren bailando: atrás, adelante, atrás. Se alza la chaqueta, con el balbuceo de los hombres, como si quisiera huir de aquella danza macabra que juega a apurarse. Se pasa la mano por la frente sobresaliente, la mano sujeta un tela, la tela seca la zona de la angustia, la angustia queda. Moja y moja la frente, humedece la mano del reloj, el reloj que se ríe.
Es inmediato.
El corazón se retuerce sin compasión, grita al pulmón y este le responde. Se juntan en una conversación agitada, se siente un hilo de concentraciones nerviosas pasando en forma de polvo mágico por el pecho. Es el latido que se pierde, es el respiro que no respira. Muere la calma. Se agita la tormenta. Pasa el pañuelo, el cóctel de líquidos se queda en las fibras blancas, y ahora percudidas, del pequeño mantel portátil.
Llega a su destino.
Ve la hora.
-Son las 3, perfecto-
Se guarda la bravura, se seca de nuevo. Se queda quieto.
El susto ya pasó, ya no siente que alguien lo viene persiguiendo. Ya no más dilataciones. Se acabó la venganza.


Tiempo, ¿nos quieres matar acaso ?

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