martes, 27 de diciembre de 2011

Gozo


Hay un gozo secreto en los impulsos

una sensación poco duradera, de felicidad escasa,
de amargura consistente, de posible arrepentimiento... 
una sensación de vacío.

Un vacío atractivo que nos agrada a ratos y nos llama por doquier. Un vacío de fina estampa, de sombrero de copa y capa negra, de zapatos lustrados y cabellera espesa. Nos endulza su sabor agridulce, ese refinado sabor que tiene la aventura descabellada que se pierde en nuestro paladar tan pronto como consigue una alegría estable. Se sumerge en nuestros pensamientos, se va con los sueños y regresa a la mañana siguiente con ánimos de más.

-¿Qué quieres?
-Quiero algo real.

Y así comienza todo. Un gozo secreto. Un impulso que tiene que venir del estómago para que sea sincero y perfecto. El corazón es muy frágil, la mente muy burocrática. Es el estómago, el estómago, la garganta acongojada y el semblante sonrojado.

Las experiencias son infinitas estrellas del universo extendido en la palma de nuestras manos. Son muchas vidas las que comienzan, las que parten, las que se olvidan, las que regresan. El impulso tiene una fuerza creadora y destructiva, que espanta y origina, que viene y se devuelve, que canta y ensordece.

El impulso.

¡Ese gozo secreto de ser quien quieres ser y olvidar quien eres!

-¿Qué buscas?

-Busco algo real.

Se separan los párpados, se secan las pestañas, se reducen las pupilas. Queda un punto brillante, ese punto brillante que es tan sagaz e irracional. Que me nutre de esperanzas, de ilusiones, de alimento para los sentimientos muertos.

¡Pero qué estoy diciendo! ¡Yo quiero algo real! ¡Algo real!

Estoy buscando en el salón equivocado. En la inexistencia, en el segundo, en el placer pagano de la mentira.

-Ya regreso.

-¿A dónde vas?

-A buscar algo real.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El gobernante

Déjame decirte
que entre tanta majestad
se te va el sueño.

decirte nada


Al futurible 

No hay un impulso seguro,
nunca.
Hay historias que se construyen sin saber que nacen para sentir el frío recuerdo en la muerte.
La caída.
La huida, el momento en el que uno de los dialogantes decide que hasta ahora no tiene nada que decir. Y entonces, nos quedamos sin historia que contar, sin papelillos, sin soles, sin montañas.
Queda el vago minuto en el que alguna vez se sintió un pellizco de irrealidad.


martes, 29 de noviembre de 2011

Casería de espíritus



Las ventanas. Algunos dicen que los ojos son ventanas, otros hablan de pórticos a dimensiones desconocidas, y unos pocos pintan a sus damas más amadas en los balcones solitarios de las tardes madrileñas.

Yo veo mujeres ancianas que fuman sin descanso, ventiladores ondeando el calor tropical, niños saltando en las camas sin permiso de sus padres, televisores sin espectadores aturdiendo las salas. Luces encendidas, cocinas sucias como si estuvieran bañadas en cenizas de carbón, cartones y corotos sin motivo en las rendijas podridas, techos caídos sin cuidado de sus dueños, viejas y gatos abandonadas por sus hijos en el extranjero. Sillas de madera podridas como de un museo sin dueño, bicicletas de niños que superaron su pubertad, bibliotecas interesantes que rezan historias escondidas, cuadros de mentira como los de las fotografías de las casas venezolanas en los años 60.

Las ventanas de mi ciudad, ahora mal decoradas con luces, bambalinas y más luces, dicen tanto de vidas y personajes, de cuentos, de cachivaches. Las ventanas de los edificios al pie de la autopista, en Montalbán, en El Paraíso, en La Candelaria, son un caleidoscopio de vidas minúsculas.

Vidas, memoria, aserrín, cuentos de abuela… que ahora se escapan por las ventanas en las noches más calurosas. Y yo los atrapo con gozo en la mirada cansada de quien se va de casería. Casería de espíritus.

sábado, 26 de noviembre de 2011

cantos opacos

Hace mucho que miro mi ciudad. La miro, por los puentes, por las luces, por la ventanas, por las damas. Compro sus revistas, me paseo por sus calles contaminadas, canto con sus ruidos impertinentes. Me divierto adjetivando su suplicio, ese que unos llaman tráfico y otros desventura. Es apetitosa esta ciudad, con sus miserias revueltas en el estómago de los transeúntes, con sus destinos desprovistos de paciencia, con sus librerías secretas, con sus plazas sin objetivos.

Esa vez, una mañana sin expectativas, me encargué de zarpar en el barco de la distancia. Como en una sobredosis de placer extremo, me ausenté. La sensación era la de un visionario sin camino, que recorre las rutas de sus mapas medievales en un mar profundo y solitario. La sensación era una combinación exacta de pertenencia cegada. Sentía que nadie podía verme, que era un pez más en un cardumen provisto con demasiadas preocupaciones.

Y ausente me fui por el bullicio de las calles de La Candelaria, sin esperar nada. Tal vez algo de anarquía, tal vez algo de Venezuela, tal vez algo de tristeza. Pero, en verdad, no esperaba nada. Mi ciudad, la ciudad, el centro épico de un país sin centro, me estaba pidiendo a gritos que no estuviera más en su desértico espacio sin estrellas.


Pero no quiero hacerle caso.
Sus cantos opacos me invitan a conocerla más.
Es un vicio éste el de ir y venir, el de permanecer, el de moverse. El de contradecir, por amor al misterio, por amor a los espíritus.

¿Nunca?


Hay veces que la confusión,
la única confusión,
proviene de las señales absurdas que lanzas por el precipicio del raciocinio.
No tienes idea del daño que haces
al forzar los sentimientos
a ser parte de una lógica de vida, de una misión, de la sensatez.
No los hagas existir, que no existen.
Te arrepentirás de recrear los falsos testimonios de una verdad que nunca vimos nacer.

¿Nunca?

Hay un terreno escalofriante que debo recorrer
antes de llegar a ti.
Y no estás, no estás, ¡no estás!
No hay manera de aprehenderte, no hay forma de regocijarme en un encuentro tuyo, porque nada se regresa a su punto original.
No hay retorno, no hay retorno, ¡no hay retorno!

La brisa se mueve entre los párpados incansables
que permanecen abiertos por una esperanza leve de verte otra vez,
retratado en el espejo de la memoria,
traído de vuelta a mi realidad como un pasado imperecedero.
Pero ya no hay el mismo calor entre cada tacto en la despedida,
el bosque se ha humedecido en el abandono,
la carretera es tan miserable como las palabras que se vuelcan contra la acera,
se estrellan contra las luces de la ciudad,
se quedan huérfanas de respuestas.

De pronto, en la confusión de la expectativa, me quemo con un pedazo de historia.
Y luego,
todo, como si nada.
Como si nada, como si todo, como si siempre, como si nunca...

¿Nunca?

martes, 15 de noviembre de 2011

AdulaCIón

Puede que lo que esté aquí, cerca, sea simplemente un rigor desconocido, un señor que habla de cómo deberían ser las cosas, una chica que responde para ser respondida como una cuña de su propia inteligencia. Y puede que, por esas razones, yo decida no ser partícipe.

Entonces, procesada la sensación estomacal de indigestión de egos, se acerca el silencio, la casi inexistencia.

Adulación
Se sale como un vómito de barbaridades,
como una construcción de vanidades,
la voz corroída y siniestra de la columna de humo.
Si fuera necesario desnudarlo ante la audiencia,
venderlo como una fruta podrida,
sería una bendición para el aire entumecido por su garganta ebria.
Ebria, con sabor a mentira desmedida.
Un ciego que no se calla,
una palabra que no dice nada.
A veces lo veo de reojo,
a veces me acerco a su lectura.
Y a veces, en el mejor de los casos, no es nadie.
E insiste en convencerme sobre su naturaleza divina.
Qué mentira.
Qué ignorancia.
Dejaré de escuchar la verborrea cuando me convenga.