Hace mucho que miro mi ciudad. La miro, por los puentes, por las luces, por la ventanas, por las damas. Compro sus revistas, me paseo por sus calles contaminadas, canto con sus ruidos impertinentes. Me divierto adjetivando su suplicio, ese que unos llaman tráfico y otros desventura. Es apetitosa esta ciudad, con sus miserias revueltas en el estómago de los transeúntes, con sus destinos desprovistos de paciencia, con sus librerías secretas, con sus plazas sin objetivos.
Esa vez, una mañana sin expectativas, me encargué de zarpar en el barco de la distancia. Como en una sobredosis de placer extremo, me ausenté. La sensación era la de un visionario sin camino, que recorre las rutas de sus mapas medievales en un mar profundo y solitario. La sensación era una combinación exacta de pertenencia cegada. Sentía que nadie podía verme, que era un pez más en un cardumen provisto con demasiadas preocupaciones.
Y ausente me fui por el bullicio de las calles de La Candelaria, sin esperar nada. Tal vez algo de anarquía, tal vez algo de Venezuela, tal vez algo de tristeza. Pero, en verdad, no esperaba nada. Mi ciudad, la ciudad, el centro épico de un país sin centro, me estaba pidiendo a gritos que no estuviera más en su desértico espacio sin estrellas.
Pero no quiero hacerle caso.
Sus cantos opacos me invitan a conocerla más.
Es un vicio éste el de ir y venir, el de permanecer, el de moverse. El de contradecir, por amor al misterio, por amor a los espíritus.
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