Hay veces que la confusión,
la única confusión,
proviene de las señales absurdas que lanzas por el precipicio del raciocinio.
No tienes idea del daño que haces
al forzar los sentimientos
a ser parte de una lógica de vida, de una misión, de la sensatez.
No los hagas existir, que no existen.
Te arrepentirás de recrear los falsos testimonios de una verdad que nunca vimos nacer.
¿Nunca?
Hay un terreno escalofriante que debo recorrer
antes de llegar a ti.
Y no estás, no estás, ¡no estás!
No hay manera de aprehenderte, no hay forma de regocijarme en un encuentro tuyo, porque nada se regresa a su punto original.
No hay retorno, no hay retorno, ¡no hay retorno!
La brisa se mueve entre los párpados incansables
que permanecen abiertos por una esperanza leve de verte otra vez,
retratado en el espejo de la memoria,
traído de vuelta a mi realidad como un pasado imperecedero.
Pero ya no hay el mismo calor entre cada tacto en la despedida,
el bosque se ha humedecido en el abandono,
la carretera es tan miserable como las palabras que se vuelcan contra la acera,
se estrellan contra las luces de la ciudad,
se quedan huérfanas de respuestas.
De pronto, en la confusión de la expectativa, me quemo con un pedazo de historia.
Y luego,
todo, como si nada.
Como si nada, como si todo, como si siempre, como si nunca...
¿Nunca?