Curiosamente, ese día no iba tarde. Miró su reloj: las tres en punto. Esperaba
que nada ocurriera hasta que marcara las 3:45 de la tarde. Calculó que a esa
hora llegaría él, y así tendría 45 minutos de soledad. Si en efecto nada fuera
de lo común ocurría, y el tedio seguía bien plantado como estaba, tendría
tiempo para acercarse a las vitrinas al otro lado de la calle, que llamaron su
atención desde que bajó del autobús. Podría detenerse allí, mientras se decidía
por un libro o un sombrero nuevo, de esos cortos, pequeños y coquetos que le
recordaban viejas décadas que no vivió.
Como lo previó, nada sucedía. Todo simulaba estar en
comunión y concordia. La nieve dejó de caer durante la madrugada, y la capa
fina que dejó tras su paso se desvanecía con soltura y sin prisas, elevando la
sensación de calma. Cruzó la calle a las 3:15. Justo cuando se disponía a mirar
con detenimiento un sombrero negro con detalles de encaje, que realmente poco
tenía de asombroso, un gato se escabulló entre sus piernas solicitando algo de
amor, como un hombre perdido. El roce del pelaje húmedo del felino, blanco
curtido por la vida callejera, causó un cosquilleo incómodo en el tobillo que
se asomaba ligeramente de su pantalón ajustado. Al susto le siguió un brinco,
lo suficientemente aparatoso como para elevarse un centímetro del cemento y
pisarle la cola al gato. "Pobre animalito", pensó mientras lo miraba
huir por la avenida. "No tiene la culpa de nada".
Se inclinó nuevamente, con el objetivo de encontrar algo
fabuloso en aquel sombrero negro que le impulsara a comprarlo —aunque no le
gustase realmente—, cuando sintió la mano de Federico en su hombro. No pareció
contentarle. Miró su reloj. Eran las 3:20.
—Conozco un amigo anticuario que tiene mejores sombreros que
ese.
—Siempre conoces a alguien mejor, con mejores cosas que
ofrecer.
—¿Es demasiado para ti?
—Es aburrido. Para cualquiera es aburrido saber que siempre
hay algo mejor que le persigue, como una sombra. Me gustan las opciones, las
opciones varias. Las buenas y las malas. Y en el medio hay sorpresas.
—Peeeero…. Yo te doy la mejor opción.
—Eres necio, Fede. Necio, necio, necio.
—¡Ahg! Nos conocemos desde hace mucho para caer en este
juego, Magda.
—Está bien. ¿Cómo se llama?
—¿El anticuario? Neil. Es un señor simpático, educado, ríe
mucho, tiene historias que contar... Te encantarán sus sombreros.
—Bien.
***
Antes de pasar por la tienda de antigüedades, Fede invitó a
Magda un riquísimo desayuno en un local a unas cuadras de allí. Café Doris, se
llamaba. Era un lugar pequeño, pero acogedor. Barato, pero de gusto casero tal
como a ella le gustaba. Con un vistazo breve, Magda logró ver a su alrededor
hombres y mujeres jóvenes, de estilos confusos pero modernos, con camisas a
cuadros, vestidos sencillos y bufandas, rostros desconocidos escondidos entre
abundantes barbas, cabelleras largas y gafas de pasta gruesa, rostros que, sin
saber por qué, le parecían amigables. La posibilidad de que se parecieran ella
le bastaba, así que se sintió cómoda al instante.
Parecía haber cruzado la puerta hacia un lugar sagrado, con
toda esa gente homogénea rodeada de paredes sobrecargadas de recuerditos de
todas partes del mundo. Imaginó que la tal Doris era una viajera auténtica, de
esas que solo pueden vivir de la nada porque el todo y el orden son demasiado
grandes para habitarlos o para convertirlos en hogar. "Y aquí hizo su
santuario. Seguro ya está muy vieja", se dijo en voz baja, sin que Federico
pudiera escucharla.
Le apeteció por un momento ser "una Doris", irse
lejos un día, irse lejos al otro, sin direcciones propuestas por un motivo
fastidioso. Magda tenía la idea de que poseía un alma que quería liberarse de
su cotidianidad, para explorar la intemperie como forma de vida. Pero se
consideraba demasiado asustadiza, y a la vez calculadora. No lo soportaría.
Apenas tenía un día en aquella ciudad, totalmente nueva para ella, y sudaba
cada vez que caía en cuenta que estaba lejos de todo aquello que podía controlar:
su casa, sus cosas, su carro, su curso, incluso, sus “culos”.
—¿Qué tal el viaje?
—Pensé que moriría. ¡Qué piloto más idiota!
—Estoy seguro de que no es para tanto.
—A mi lado se sentó un señor de 67 años que viajaba por
primera vez en avión. El pobre se hizo la señal de la cruz ocho veces. Las
conté. Ocho veces fueron. Creyó que moriría en ese vuelo.
—Seguramente eso te hizo el viaje más placentero.
—¿De verdad piensas tal cosa, Fede?, tú me tomas como un
monstruo.
Hubo un silencio. No era un buen día para nada. El aire
helado del invierno entró sin compasión a la vez que la puerta del café se
abrió. Un hombre muy guapo se plantó frente a la barra, y pidió una limonada
caliente, con poco azúcar.
—"Con poco azúcar"... ese es gay.
—¡Pero qué bocota tan barata tienes! ¿Tienes algo contra los
homosexuales?
—No, lo digo para que no te le quedes mirando. ¡Te estoy
jodiendo Magda!
El joven tenía una pinta estupenda. Magda pudo notar que
tenía el cabello largo, recogido dentro de su gorro gris. "¡Qué bello se
ve con su gorro gris!", dijo nuevamente en voz baja. Federico pareció
notar que algo salió de sus labios, pero no estaba lo suficientemente
comprometido en vigilar a su amiga esa tarde. En el fondo le contentaba verla.
Ella también quería a Federico, y existía una sustancial probabilidad de que
dentro llevara también una alegría contenida, pero el humor lo cargaba
ensombrecido.
Pero Magda no se encaprichaba con análisis emocionales.
Además, no había otra cosa que atender que no fuera el acontecimiento de la
barra: ese hombre. No le dejó un momento paz con el pensamiento. Con la misma
visión puntiaguda para examinar sombreros, se le quedó mirando al semental postmodernista.
Vio que atendió una llamada a su celular, vio cómo se acomodaba el gorro, vio
cómo se fue.
—Vamos Magda, Neil nos espera. Acaba de avisarme que tendrá
que cerrar la tienda pronto, porque no se siente muy bien.
—Vamos... con tu anciano chocho vende chatarra.
Federico respiró profundo. Soltó una exhalación larga y
sentida, como un pésame. "¡Por Dios! ¿Qué has hecho con la chica que
conocí en la universidad?".
***
El letrero colgaba como en los viejos bares del salvaje
oeste de Hollywood, al estilo western, a un lado de la puerta y sujetado por
una barra metálica oxidada pero negada a doblegarse. El viento lo agitaba hacia
atrás y hacia adelante, y por alguna razón a Magda le causaba gracia.
"Antigüedades y reliquias Neil Marrash ", se leía.
Entró. Y allí quedó, plantada en la puerta del local.
Durante todo el camino, Federico le había hablado de Neil y de sus setenta y
tantos años, de sus conocimientos sobre artefactos de la Segunda Guerra Mundial
(conocimientos heredados de sus padres), de su ojo azul y de su ojo verde, de
sus manos de carnicero que no coincidían con su dulce voz de abuelito
desamparado. Pero, en su lugar, encontró detrás del mostrador, entre las
lámparas con adornos barrocos y las alfombras turcas gigantes, al hombre que
había visto en el Café Doris.
—Buenas tardes. Con Neil, por favor.
—El señor Neil se sentía muy mal esta tarde, y se ha tenido
que ir a casa.
—Vaya, un amigo ha venido a verle... es una lástima. ¡No he
llegado a tiempo! ¡Gracias!
Recuperada de su impresión inicial, Magda intervino en la
chata conversa, temiendo que no fuera ya muy tarde para ello.
—¡Espera! Perdona a mi amigo, es apresurado y torpe. Creo
que igual puedes ayudarnos.
—Claro, ¿en qué puedo servirle?
—Este, bueno, pasa que vinimos porque est...
—Verá —,dijo Federico, interrumpiendo deliberadamente con
aire de niño malcriado —Mi amiga ama los sombreros. La pillé mirando algunos en
una tienda unas cuadras arriba, y le advertí que el señor Neil tenía unos
mejores y más curiosos. Claro que me refería a la colección personal de mi
amigo el anticuario, no creo que pueda ayudarnos mucho en este caso.
El joven lo miró con calma, de esas calmas que tienen
también un poco de prepotencia escondida porque preceden una afirmación letal.
Magda lo detallaba sin contemplación aún más, sin importarle si aquel joven
podía percibir o no sus grandes ojos negros y pesados repasando cada línea de
su rostro. Se concentró en su cabello, ahora al descubierto, y lo imaginó
sentado en una playa desierta. Se le cruzó una inquietud que desvió su atención
por segundos. "¿Doris habrá conocido a un hombre así en sus viajes?".
Su imaginación se puso a flotar dentro de su cabecita perdida y enamoradiza, y
los segundos se reunieron como bolitas de tiempo condensado. Para ella no
ocurría nada más, excepto la admiración de aquel hombre. Olvidó a Neil, a Fede,
a los sombreros, al invierno, al piloto de la muerte.
—No se preocupe. Mi padre me ha confiado su colección
personal, para cualquier cliente que pida verla. Sobre todo si dicho cliente se
refiere a sí mismo como su "amigo".
—¿Es usted hijo de Neil?
—Dago Marrash, para servirle señor...
—Federico, Federico Gutiérrez.
Fede sintió un golpecito en el costado, y cedió espacio.
—Yo soy Magda Riverti
Dago volteó, pero sin severidad. Respondió con sonrisa
cómplice, de quien se sabe deseado. Ella quiso reclamarlo como suyo en ese
instante con una mirada tremenda, pero le pareció demasiado pronto. Y perdió
aquella oportunidad. Salió de la tienda confundida, mirando al suelo, repasando
los episodios, y con un sombrero negro de ala corta, con filos de color dorado.
—Te llevaré a tu hotel, no está lejos de aquí.
—Si no está lejos caminaré sola Federico.
—Mmmm... vale. Bueno, hacía mucho que no conversábamos. Mañana
te veré en la conferencia, ¿no?
—Claro, para eso he venido.
—¿Ya puedes dejar esa actitud de...
—¡Basta! Ya se me quitara, Fede.
—Claro.