El sol en la ventana chocaba fuertemente. El calor se intensificaba cada vez más, y la temperatura de la habitación se hacía insoportable. Los rayos intensos y todopoderosos se colaban por la habitación y daban directo al armario de madera, que palidecía del sofocante calor. Las cosas del cuarto parecían querer salir de él, encontrar alguna escapatoria, obligarse a correr sin pies, obligarse a huir, a protegerse, del látigo de luz, debajo de la cama: único lugar que resguardaba a la oscuridad, fría y necesitada. La quietud que proporciona el calor de la habitación no es pacífica. Al contrario, es como si una energía en suspenso me quisiera sujetar, junto con todas las cosas del cuarto, a un sólo tiempo que no pasa, detenido en el suspenso del vapor, de la luz cegadora, de los rayos escurridizos, de los objetos que me miran. El sudor inerte comienza a bajar y es la única señal de vida en aquella atmósfera de infinita soledad sin salida.
jueves, 30 de julio de 2009
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