La construcción está casi terminada. El edificio ya se ve, se ve entre los pedazos de un algo que ya tiene forma. Desde aquí se podía ver al obrero, poco intimidado por el miedo, saludándonos aburrido. Más arriba, un cielo interminable, que hace ver el día mucho más creíble y verdadero cuando está azul. Esa mañana las nubes se habían puesto melancólicas, y asumieron la forma de un torrencial latente. Aún así, el cielo me parecía hermoso y me hacía sentir, de un modo extraño, afortunada.
Las copas de las palmeras se mecían en una luz intermitente, gaseosa, chispeante. Un sol indefinido y desganado oscilaba entre las ramas jugando a ser sombra y luz en el suelo caliente. Las ramas decían adiós, o tal vez me estaban saludando, lo cierto es que sin saberlo me mecí con ellas en un tumulto vacío de pensamientos. Unas ideas inconclusas y dolientes, que terminaron por ponerme de mal humor.
Una moto se escuchó pasar, pero no sentí deseo alguno por voltear. Ni siquiera como una excusa para verte a ti.
Simplemente, preferí estar con los ojos hacia el infinito y no obligarme a mirar tu expresión fronteriza, que me pedía a gritos una distancia.
Estabas allí, diciendo adiós. O tal vez me saludabas. Lo cierto es que, sin saberlo, me mecí contigo en un tumulto vacío de pensamientos.