Primero, se acerca la intención.
Se abre la puerta, el chasquido me distrae, y al voltear me roba una sorpresa.
La falda se pega a la piel, liviana como la caricia en las mejillas que me regala. Las piernas flaquean con el aire, camino bajo el sordo estruendo de mis pulsaciones, y sostengo con mi mente las rodillas paralizadas.
La intención se ha arriesgado a arrastrarme a la oscuridad.
En un cuarto sin mayor razón de existir que la de servir. Servir para los dañados, para las horas del cigarrillo, y tal vez para las palabras indiscretas que no se pueden decir en las horas vivas.
Testigos únicos del proceso: las líneas.
Rodean los escombros, las luces, los pensamientos borrosos.
Líneas en las paredes.
En los parlamentos del momento.
Líneas en los estribillos de la canción que suena en la distancia. Tal vez solo la escucho yo. Tal vez la distancia es mínima, y solo es música cerebral.
O proviene del aire que exhalas.
Líneas que conducen el camino hacia una intención.